miércoles, 24 de mayo de 2017

Estertor

El muerto, de mala gana, le pidió que dejara de molestar. Pero él volvió a tocarle el hombro, zamarreándolo un poco.
—Dale, Jesús, despertáte.
—Bah —resolpló Jesús. Dio media vuelta y se tapó la cabeza con la manta.
—Tenés que resucitar, no la hagas más difícil.
El muerto llamado Jesús ya no respondió. Arrodillado a su lado, el joven notó que ni siquiera respiraba y la oscuridad del callejón no ayudaba en nada; apenas se distinguían las siluetas. El murmullo de motores y ruedas en la avenida llegaba como en un sueño. Algo parecido a un ratón del tamaño de un gato salió de entre unas bolsas de basura y se alejó corriendo, pegado a la pared. Todo quedó inmóvil y en silencio. El joven, temiendo lo peor, extendió una mano temblorosa hacia la manta.
—¡Bu! —gritó el muerto, incorporándose de pronto.
—¡Hijo de una gran p…!
—Pordiosera será tu vieja —completó Jesús, con la voz reseca.
—Casi me matás del susto... ¡No respirabas!
—Los muertos no necesitan oxígeno —dijo. Se desperezó y se puso de pie. —¿Qué querés, pibe? ¿Para qué me llamaste?
—Está todo escrito, tenemos una misión que cumplir.
—¿Una misión? ¿Escrita dónde?
—Me dijeron y les creí. Salgamos de acá.
Como no tenía nada mejor que hacer, Jesús lo siguió. Caminaron tras los pasos del ratón hasta la avenida y doblaron a la derecha. El ratón ya no estaba. En la vereda no había más que vagabundos durmiendo apilados. Contaron unos siete u ocho en la primera cuadra. Por la calle pasaban autos, colectivos y motos que se perdían por el otro lado, que eran siempre los mismos. Jesús tiritaba envuelto en su manta, con la ropa apolillada y unas sandalias viejas. Expuesto a los faros y a las luces de la calle tenía una palidez de estatua, disimulada por la mugre y las cagadas de paloma.
—Muero de hambre —dijo, deteniéndose en la esquina, y vio que el otro lo miraba raro.
—Tengo hambre, como cualquiera. Además me vendría bien un trago.
El joven señaló un McDonalds y cruzaron al trote, apurados por el semáforo y las motos que casi les afeitan las patas. Los detuvo un tipo más ancho que la puerta, vestido de negro y con la cabeza rapada.
—Todo bien, compa, él viene conmigo —dijo el muchacho. Al ver que el patovica fruncía todos los músculos de la cara, agregó—: Traigo plata.
Primero se tanteó los bolsillo del culo, después los de la campera y los laterales del pantalón, y consiguió extraer un boleto arrugado de subte, una pelusa y un chicle usado.
—Me robaron la billetera —dijo.
Se alejaron cabizbajos, pateando hojas secas.
—Sin plata no sos nada —balbuceó Jesús.
—Voy a escribir un libro sobre el existencialismo.
—¿Por qué no escribís una crítica del capitalismo?
—Eso ya se hizo y pasados los siglos ahí andan, igual que vos, entre la vida y la muerte.
Llegaron a una plaza grande y desolada, rodeada por rejas que impedían el paso y la privatizaban. Se sentaron en unos escalones estériles. Jesús estaba pensativo, como todos los que tienen hambre.
—Quizá haga falta un manifiesto nuevo, más moderno, que sacuda un poco las conciencias…
Al joven se le iluminó la cara.
—¡Una biblia nueva, podría vender millones!
—Pero que sea nihilista. Este mundo apesta y vendría bien un poco de tole tole. ¿Qué carajo es eso? —dijo, mirando hacia arriba.
—Ah, una iglesia. Dicen que ahí vive Dios…
—¿Es una especie de mito urbano?
—De veinte siglos. Capaz podemos ligar comida. Ahí hablan de misericordia y amor al prójimo.
Treparon una reja alta y puntiaguda y en un minuto estuvieron adentro. En lo alto quedó enganchado un pedazo de pantalón de Jesús, flameando como una sucia bandera de la paz. Las puertas del templo estaban cerradas. Jesús halló una puerta lateral que los condujo por un zaguán a algo parecido a una casa. Bajo la luz tenue de un velador encontraron muebles y paredes llenas de cruces, cadenitas, rosarios y portarretratos de un viejo gordo, morocho y feo.
—Busquemos el morfi —susurró Jesús.
—Me parece que deberíamos anunciarnos —dijo el joven, y aplaudió.
A la tercera palmada se escuchó un disparo que pasó zumbando junto al oído de Jesús e hizo saltar el revoque de la pared. Ambos se tiraron de cabeza al piso, atrás de unos sillones.
—Quietos o los cago a balazos —gritó el tipo, apuntándolos—. ¿Quién mierda son ustedes y qué hacen acá?
—Hermano —dijo Jesús—, venimos desde muy lejos en busca de techo y comida. Mi nombre es José y él es Pedro…
—Piter, me dicen.
—La puerta estaba abierta —siguió Jesús—. Rogamos misericordia y hospitalidad.
Hubo un eterno instante de silencio.
—Bueno —dijo por fin el tipo—, pero primero se bañan.
Aceptaron. El de la escopeta se presentó como el Padre Luis y su cara coincidía con la del viejo morocho de las fotos. Tenía la nariz como un morrón y una notable verruga con pelos abajo del labio. Los guió hasta el baño, abrió la ducha y los encerró bajo llave. Regresó con toallas y batas para ambos. Despojado de la costra de tierra y la dureza del pelo, Jesús parecía más rubio, más occidental. Al salir encontraron en la mesa dos platos con guiso caliente. Comieron y tomaron vino; más tarde, un café con grano de Colombia. El padre Luis, que había conversado con ánimo acerca de su misión filantrópica y la compleja situación de la Iglesia en el país, amenazada por las corrientes políticas subversivas y las hordas de infieles, sugirió que era hora de dormir e hizo seña de que lo siguieran. Se adentraron en un largo pasillo.
—Buen tipo el padre, ¿eh? —susurró Piter a Jesús, que asintió con la panza llena.
El cura se detuvo en una puerta.
—Esta es tu habitación —indicó a Piter.
Un velador iluminaba la cama de una plaza con dos gruesas frazadas, la cruz de madera sobre el respaldo, la ventana con la persiana baja. Piter se despidió y cerró la puerta. El Padre Luis entró en la siguiente habitación. Desde afuera, Jesús lo vio levantar un par de ropas del piso, hacerlas un bollo compacto y meterlas en un cajón. Contra el fondo había una cama matrimonial y, sobre ella, colgaba una enorme cruz de bronce opaco, con el Cristo clavado con finos detalles, como si le hubieran esculpido hasta el sufrimiento.
—Espero sepas disculparme, no tengo más habitaciones —dijo el padre Luis acercándose a Jesús y palmeándole el hombro—. Pero de todo corazón te comparto la mía. Te toca el lado derecho.
Jesús pasó sin decir nada y se acostó con la bata puesta. Se cubrió hasta el cuello con las sábanas limpias y suaves -sensación que no recordaba haber tenido en su vida y que lo sumió en un estado de relajación absoluta-. Se sentía bien predispuesto para dormir unas quince o veinte horas. Con los ojos entrecerrados advirtió que el padre Luis, tras encender una vela y apagar la luz del techo, se iba quitando la ropa. Su silueta gorda y desnuda, en la penumbra, parecía la de un oso que buscaba treparse a la cama. Las maderas crujieron un poco, resentidas con el peso de aquel cuerpo. Luego se impuso un silencio de iglesia, que era como un eco mudo, o como un pasaje suspendido. Y Jesús caminaba ya en cámara lenta por un pasillo de gente que estiraba sus brazos hacia él como queriendo tocarlo pero al mismo tiempo, y con sumo respeto, le abría el paso.
—Espero que te haya gustado el guiso —pronunció a su lado una voz incoherente—. Lo cociné yo mismo.
Jesús asintió confundido, buscando entre la gente al que le hablaba de un guiso.
—Debías tener mucho hambre y el señor te trajo hasta acá siguió la voz. Estuve esperando visitas que nunca llegaron, pero estaba escrito que vendrían ustedes.
Jesús elevó la vista sobre las montañas lejanas y entre las nubes, a ver si era la palabra de Dios. El padre Luis observó un pequeño movimiento en el labio de Jesús. Se acercó para oír su respiración y no lo logró. Tenía la quietud de un muerto.
—La soledad es muy dura a veces —continuó el Padre Luis—. Es cierto que uno dedica su vida a Dios y Él corresponde con su amor, pero hay una carencia aquí —se tocó el pecho—, en el dar y recibir cotidiano.
El padre Luis se acomodó de costado mirando a Jesús, que permanecía en la más absoluta inmovilidad. Apoyando el codo en la almohada para mantener la cabeza erguida, se inclinó un poco más hacia su huésped.
—Yo podría darte refugio y alimento siempre que lo necesites —dijo—. Tengo mucho amor para dar. Necesito liberarlo y recibir un poquito a cambio…
Jesús sintió una cosquilla en la pierna. Se sacudió apenas, pero permaneció relajado. Entreabrió un ojo y la silueta oscura del Padre Luis se elevaba sobre los picos montañosos que recortaban el horizonte. Volvió a sentir la cosa en el muslo, como si una laucha se hubiera deslizado por debajo de la bata y lo escarbara como a un queso. La respiración entrecortada del padre Luis se fue tornando una especie de ronquido húmedo que iba desvirtuando el sueño de Jesús, donde la gente empezaba a trasmutar en formas animales y a correr sin rumbo alejándose de él, mientras la laucha continuaba lentamente su ascenso, rozando cada centímetro de músculo, cada poro de la piel, cada pelo encarnado, hasta detenerse por un instante en lo más alto del muslo, como agazapada sobre sus patas traseras juntando fuerzas para el salto final y entonces sí, finalmente, lo daba. Y la laucha aterrizó sus garras sobre los testículos, envolviéndolos como para regalo.
Jesús se levantó de un salto y gritó aterrado al descubrirse en esa habitación extraña, a la luz de una vela.
—Así, tigre —rugió el padre Luis—, bien despierto te quiero. ¿Me vas a dar amor?
—Sí —gritó impulsivamente Jesús. Se puso de pie sobre la cama y retrocedió dos pasos. El padre Luis se arrodilló. Sacó unas revistas de la mesa de luz y las desparramó sobre la almohada.
—Mirá lo que quieras —dijo—, pero me vas a castigar por mis pecados.
Puso las manos sobre el respaldo y apuntó con el culo a Jesús.
—¡Pegame!
A la luz de la vela, Jesús le dio un chirlo y el padre Luis se retorció, haciendo rechinar las maderas de la cama.
—¡Más fuerte!
Jesús le asestó tres o cuatro golpes más. El padre Luis saltaba y le daba cabezazos al respaldo de la cama, que se sacudía como un Citroen 3CV.
—¡Eso no es nada! ¡Dame más, tigre!
Jesús midió la distancia y le pegó una patada en el medio del culo con todas sus fuerzas. El padre Luis entró en una especie de trance. Con los ojos dados vuelta y un hilo de baba en la boca, empezó a temblar y a gritar obscenidades incomprensibles sobre historias bíblicas. Pronunciaba algo sobre la serpiente de Adán cuando Jesús descolgó la cruz de bronce y la descargó contra la cabeza del cura, que se desplomó en el acto. A Jesús le pareció ver una mancha roja extenderse sobre la almohada, justo donde estaba apoyada la verruga, y algunas gotas salpicadas en la revista del conejito. Dejó caer la cruz, saltó de la cama y salió de la habitación.
—¡Piter! —gritó, golpeando su puerta—. ¡Despertáte, es urgente!
Piter destrabó la puerta y se asomó en bata, con su mejor cara de dormido. Jesús lo agarró de los hombros:
—Tenemos que rajar de acá, creo que lo maté.
Piter retrocedió tambaleante y se sentó en la cama. Restregándose los ojos dijo algo acerca de la ropa y Jesús salió a buscarla. La encontró en el lavadero, en una bolsa negra de residuos, junto a otra bolsa que también olía a muerto. Regresó a la carrera, dejó la ropa de Piter en el piso y se fue a la cocina con sus harapos. Mientras se vestía, abrió la heladera. En un taper verde, del tamaño de una caja de zapatos, estaba la sobra de guiso. También juntó unos fiambres, un queso fresco y dos botellas de vino. Metió todo en una bolsa de tela que colgaba de una silla y se echó a esperar en el sillón.
Cuando apareció Piter, no preguntó nada. Salieron por donde habían entrado y saltaron la reja con el almuerzo del día siguiente al hombro. A la pasada, Jesús descolgó el pedazo de pantalón que había perdido y lo tiró en el cordón de la vereda; el viento lo fue arrastrando sin sentido hacia la calle.
—Che, tenés que ver esto —dijo Piter a Jesús, con un diario en la mano, a la mañana siguiente. —“Conmoción por la muerte del Padre Luis Gasparín. El barrio de Caballito se congregará en su iglesia hoy por la tarde para despedir los restos…”, bla, bla, bla. Y esta es la parte que nos interesa: “Si bien se esperan los resultados de la autopsia, el religioso habría muerto en su cama, de causas naturales”.
—No ha pasado nada.
—Ha pasado mucho —dijo Piter—. ¿No sería esa nuestra misión?
—¿De qué misión hablás? —dijo Jesús, algo molesto.
—Vayamos a la Iglesia a chusmear.
—Ni en pedo.
Por más que intentó convencerlo durante el almuerzo y luego, mientras saboreaban un Malbec que en su vida volverían a probar, Piter terminó yendo solo. A eso de las cinco de la tarde una pequeña muchedumbre se agolpaba frente al templo. La avenida estaba cortada por efectivos de la Policía Metropolitana. Había móviles de televisión, cámaras, micrófonos y periodistas que se encargaban de sostener todo ese circo. La mayoría de la gente (“pobre gente, amiga de la ignorancia”, pensó), intentaba ingresar a la iglesia para saludar al muerto. 

Piter comprendió por qué Jesús debía mantenerse lejos de ese entorno y vio entonces –como una revelación- el comienzo del libro que escribiría algún día: “Los oportunistas aguardan afuera, con sus caras de piedra y amuletos totémicos, con las cadenitas de las libertades individuales y la maravillosa mano del mercado, para venderlas a un público desanimado por la incesante pérdida e influenciado por los publicistas de corbata”.

Despièrtate Nena

Ardo por dentro de mirar como duerme, su sueño de guirnaldas y arcoíris, de almohadón de plumas, de burbujita de champagne. Ardo ante su vida de manual, su parsimonia de laguna, su racimo de clichés. Pudo haber nacido hace cuatrocientos años, ser hija de alguna reina de Inglaterra o de una tortuga de agua dulce, y sería igual que ahora. Anita, querida: el mismo ser. La realidad resbala por el contorno de su cuerpo y se pierde por el drenaje. Es impermeable, es accesoria, es nula. Ahora se está pintando las uñas en el sillón, con su piyama rosa y su cara de máxima concentración, porque en un rato se va a una “previa” con toda una sarta de perejiles y tiene que estar espléndida. Salgo a la calle para no explotar.
Me incendio cada vez que la veo con sus amigas sin cerebro, con los chetos del colegio privado, cuando oigo que escuchan reguetón y los veo arruinarse para siempre por voluntad propia. El lado más idiota de la juventud, al cuadrado. Y no entiende, no entiende, no quiere entender, que sus dramas de telenovela mexicana carecen de importancia. Son superfluos y chiquitos, como el chip de chocolate que no se come para cuidar su cinturita. Así llegó el sábado pasado a la vuelta del boliche, llorando y a los gritos porque Iván estaba hablando con otra pendeja. ¡Qué carajo importan Iván y esa pendeja! El mundo se está yendo a la mierda, se están cagando a bombazos, el país se inunda y se prende fuego, todos los días aparece una piba asesinada y violada en un descampado, y ella con su vidita de novela, con sus lágrimas de edulcorante, con su apertura mental de culo de muñeca.
Como siempre, aquella noche entró a casa moqueando y con el maquillaje corrido. Golpeó un par de cosas para llamar la atención y despertar a todo el mundo. “¡Mamita, papito, auxilio, ayúdenme! Mi vida es la peor mierda, no puedo vivir así”. Obvio que tu vida es una mierda, porque no tiene sentido, piba. “¡Ay, cuánto dolor! Pobrecita…”. Despertáte de una vez, bella durmiente, y date cuenta que tu principito te garchó mientras dormías y ni te enteraste. Después se subió los pantalones y rajó, a ver si podía garchar con otra, mientras el mundo sigue girando alrededor de una insignificante pelota de fuego que flota en la infinita negrura y nosotros, todos nosotros nos arrastramos como babosas que se encogen lentamente hasta morir.
Abrí los ojos, corazón, y observá el dolor verdadero que habita a tu alrededor. Intentá abrirlos, aunque sea un rato, y miralo todo, ¡mirálo!, antes que el tiempo haga lo suyo. Cuando baje tu persiana, ya no habrá nada que mirar.

lunes, 5 de diciembre de 2016

Los visitantes (Cap IV)

Cuando terminé el plato de arroz con pan y queso, destapé la botella de vino y serví un vaso. Sabía que no era bueno, pero tenía alcohol. Abrí la ventana y el golpe de aire fresco me reconfortó. Un rato antes había tenido que cerrarla porque el humo de unos churrascos gritaba mi nombre. El pedacito de cielo que se veía entre las paredes parecía despejado. Podía haber un huracán a cien metros destruyendo el mundo que no me enteraría hasta tenerlo encima.
Tomé el vino despacio, imaginando el apocalipsis en la ventana hasta que sonó el timbre. Levanté el tubo del portero que funcionaba cuando tenía ganas y, en efecto, produjo el mismo sonido que un microondas desenchufado. Por las dudas avisé que bajaba y tomé el ascensor. En la vereda estaban Lucas y Rodrigo con unas bolsas verdes de supermercado, vestidos como para salir.
Los había cruzado en la puerta del chino. Vivían por el barrio y eran viejos amigos a los que apenas veía por casualidad. Sugirieron juntarnos a tomar algo y los invité a mi casa. Aunque no tenía muchas ganas de ver a nadie y todavía me dolían los huesos, me pesaba más inventar una excusa que emborracharme en su presencia.
Subimos en ascensor. Lucas era exageradamente alto y lampiño, de pelo enrulado que caía como una llovizna. Rodrigo tenía cara de hindú y barba de dos días. Siempre tenía esa sombra de barba de dos días. Quizá había nacido con barba de dos días. Era de complexión fuerte, pero destrabado. Discutían cierto suceso del fin de semana pasado en un bar, acerca de un neonazi que no se sabía si era o no, que había peleado con un negro o con un judío. O un negro judío. O un judío negro. O un negro y un judío.
Entramos. Metieron las cervezas en la heladera y nos sentamos en la mesa. El sillón seguía clausurado. Un rato antes había doblado el acolchado para ocultar la estampa del rubio. Una mancha más y lo tiraría por la ventana.
—Resulta que el tipo —contó Lucas— estaba acodado en la barra con una mina y dijo de pronto: "Eh, vos, ¿qué mirás? No me gusta cómo estás mirando". Típico macho alfa, alardeando adelante de su chica. Y el otro le contestó que qué le importaba lo que él miraba o dejaba de mirar.
—¿Y ahí se la dieron?
—No, la chica se acercó al negro —continuó—, o al judío. Se acercó mucho. Viste como se patotea en los partidos de fútbol, sacando pecho y con la frente en la cara del otro; bueno así. Pero sin decir nada; mascaba chicle nomás. El negro seguía en su banqueta. Se fue echando para atrás, hasta que perdió el equilibrio y reaccionó metiendo mano en la espalda de la chica. Entonces la mina lo empujó, al grito de "qué me tocás", y el negro cayó al piso con banqueta y todo. Ahí el neonazi se le tiró encima.
—¿Vos viste la pelea?
—Me la perdí. Llegué al rato y me lo contó Evelyn, que estaba tomando un sex on the beach con Lara. Vieron todo desde su mesa.
—¿Por qué no se sabe si era neonazi y el otro es indefinidamente un negro o un judío?
—Así lo contó Evelyn, medio atropellada por el entusiasmo —dijo Rodrigo—. A los tipos los echaron del bar, la mina salió atrás. El negro estaba con un amigo. Parece que la siguieron un rato en la calle hasta que llegó la policía y se las picaron.
—Ah —dije. Fui a buscar otra cerveza pensando que sucedían muchas cosas en el mundo. A cada minuto, un suceso nuevo. Si cada suceso fuera contado, el mundo rebalsaría como una cerveza agitada. ¿Acaso no ocurría eso en las redes sociales? 
—Hablando de todo un poco —dijo Lucas—, ¿tuviste alguna noticia del reality ese?
Pensé que le hablaba a Rodrigo, pero se quedó mirándome. Terminé de servir el litro.
—¿Qué reality?
—Ese al que te anotaste por internet en mi departamento.
Al ver mi cara, Rodrigo y Lucas se rieron como tres minutos y medio. Cuando parecía que iban a terminar, se miraban y arrancaban de nuevo.
—Esa vez, che, que nos juntamos en mi casa y tomamos unos vinos... —dijo Lucas, recuperando el ritmo respiratorio—. Hará dos o tres fines de semana. Vos decías tener una sustancia “secreta” en el organismo. En un momento te sentaste en la computadora, le diste como una hora y después anunciaste que ibas a entrar a un reality para viajar a Marte.
Confesé que no recordaba absolutamente nada de eso.
—Es muy probable entonces que tampoco te acuerdes lo que hiciste en el bar.
—¿Fuimos a un bar? —pregunté.
Me quedé mirándolos. Ellos me miraban. Esperaban mi respuesta y yo buscaba un salvavidas colgado en algún estante de mi memoria. Por supuesto que no había ninguno.
—¿Te acordás de tu primera experiencia homosexual? —preguntó Rodrigo.
—Nunca tuve una.
—Incorrecto, ya la tuviste —agregó, y volvieron a reír.
Me sentía como un boxeador cagado a trompadas en el primer round, contando los segundos para que suene la campana. Necesitaba un respiro. Me levanté y fui a buscar otra cerveza a la heladera. En cierto modo, cuando dije que había dormido una siesta que duró más o menos un mes, mentí. No fue exactamente una siesta, sino un período de inconsciencia ocasionado por algo así como el estrés, inherente a una vida alterada por el frenético ritmo de trabajo en la gran ciudad.
No sabía si seguir escuchando o mantener todo en el olvido. En ocasiones, la memoria puede resultar demasiado pesada y debía estar liviano de espíritu para escribir mi deuda. Respiré profundamente, regresé a mi asiento y llené los tres vasos.
—¿Te sentís bien? —me preguntó Lucas.
—Les pido, por favor —dije—, que me cuenten qué carajo hice en todo este tiempo.

miércoles, 30 de noviembre de 2016

Los visitantes (Cap III)

Me frené en seco a un metro de la puerta. ¿Los extraterrestres habrían olvidado algo? ¿Serían, esta vez, los matones? También podía ser cualquiera. No comprendía bien por qué tenía la idea fija de los matones. Es cierto que Gil, el empresario de espectáculos que me adelantó los cinco mil pesos por la novela inexistente, tenía fama de riguroso. Una noche en el bar Vietnam escuché decir al colorado Müller, poeta escatológico, que los matones de Gil le habían cortado los dos meñiques a Valentino Iturralde por una deuda impaga.
Nunca conocí personalmente a Iturralde y tampoco supe si su historia pasaba de un mito urbano. Supongo que me habrá generado cierta impresión a un nivel inconsciente. Tenía que ir al chino y estaba atrapado, no solo en mi departamento, sino también en una dicotomía. Si no me mataban los matones, moriría de hambre. Golpearon de nuevo, con más énfasis.
—¡Sabemos que estás ahí, Demetrio! —dijo una voz grave, aludiendo a mi nombre artístico.
Permanecí inmóvil, en el más absoluto silencio.
—Te estoy viendo por la cerradura, pelotudo —insistió la voz.
Mierda. Estaba por abrir y me detuve. Tenía el sillón lleno de vómito y no dejaría que cualquier malandra chusmeara lo que sucedía en mi casa.
—¡Ya voy! —grité, corriendo hacia la pieza. Cubrí el sillón con el acolchado blanco y abrí. Dos tipos se me vinieron encima.
—Bienvenidos, adelante —dije, refugiado atrás de la puerta mientras pasaban.
Se detuvieron junto al sillón y se quedaron mirándome. El más temerario era un gordo feo, pelado, con una remera negra que le ajustaba el enorme tórax . Tenía un pitbull tatuado en el bíceps izquierdo. El otro era un rubio de ojos celestes, con una camisa hawaiana, bermuda beige y mocasines a tono.
—Esperaba otra cosa —dijo el rubio, con su voz grave—. Cuando a uno le mencionan a un “escritor” no imagina encontrarse con semejante sabandija.
—Eso no hace más que evidenciar su profundo desconocimiento y precaria imaginación. Tampoco yo esperaba encontrarme con Guido Süller y su orangután.
El gordo se adelantó como para apoyar su puño en mi cara. El rubio lo detuvo, levantando un dedo. El gordo bufaba como un toro que ve rojo. Le sonreí.
—No creas que vas salir tan feliz de esta —se apuró a decir el rubio—. Ya imaginarás quién nos manda y por qué motivo. Llevás una semana de retraso, ¿dónde está lo que escribiste?
De un vistazo le señalé la mesa. El rubio levantó el cuaderno babeado, pasó un par de hojas y lo tiró con desdén. El cuaderno resbaló sobre el largo de la mesa y cayó por el otro lado.
—Es un asco —dijo, con una mueca— y no se entiende. Es increíble que el jefe siga invirtiendo tiempo y dinero en estos mamarrachos. ¿Se te ocurre alguna explicación, Migue?
El gordo negó con la cabeza.
—¿El primate no sabe hablar? —pregunté.
—No te impacientes, ya lo vas a escuchar.
El rubio se sentó en el sillón. Lamenté haberlo cubierto con el acolchado.
—Por cierto —siguió—, no vas a invitarnos con algo de tomar.
—¿Le apetece al señor agua de la canilla?
El gordo gruñó. Seguía parado como un ropero que gruñe en el medio del living.
—No, gracias —estaba diciendo el rubio cuando descubrió algo. Narigueteó un par de veces. —¿Qué es ese olor?
—Perfume paraguayo, me lo regaló mi ex novia.
—Huele a perro muerto —dijo. En un instante se puso pálido, se arqueó hacia un costado y el hijo de puta vomitó el acolchado. Me agarré la cabeza mientras el gordo corría a asistirlo. Se sentó al lado para acariciarle suavemente la nuca y la espalda con su mano de veinte kilos.
—Son muy tiernos.
El gordo me miró como miraba el pitbull del brazo.
—Traé agua, infeliz —ordenó. Tenía semejante voz de flauta que largué una carcajada. Fui a la cocina retorciéndome de risa y volví con el vaso lleno, salpicando. El gordo me lo arrancó de la mano y se lo dio al rubio. Al rato, lo ayudó a incorporarse. Fueron hasta la puerta. El rubio seguía pálido, con la frente transpirada y los ojos húmedos.
—Tenés una semana de gracia para saldar tu deuda —balbuceó—. Vendremos a visitarte. Si no hay progreso, habrá consecuencias.
Antes de salir, el rubio escupió el piso y le dio el vaso al gordo. Más o menos pude imaginar lo que seguía, pero no tanto. El gordo me acercó el vaso con su brazo derecho y lo dejó caer adelante mío. Instintivamente, miré hacia abajo para ver el estallido de los vidrios y, en esa distracción, el puño izquierdo me entró por la zona del hígado y desacomodó todo lo que tenía adentro. Me doblé como una bufanda y caí al piso. Oí su risita alejándose; después, el portazo. Y ahí me quedé. Ese bruto podía demoler un edificio a trompadas. 
Mientras me esforzaba por meter oxígeno en los pulmones, recordé que debía ir al chino. Fue imposible levantarme. El dolor se había ramificado por la espalda y las piernas. Consideré oportuno permanecer otro rato en posición fetal. Las compras podían esperar. Incluso se me había pasado el hambre.

sábado, 26 de noviembre de 2016

Los visitantes (Cap. II).

Así que ahí estaba, con dos extraterrestres dormidos en su propio vómito sobre mi propio sillón vomitado. Me pregunté con qué intensiones habrían venido y no se me ocurrió nada. Apenas entraron y encararon la heladera, ¿dónde se habían educado esos salvajes?
Recordé la soga de cuatro metros que había comprado el año pasado para suicidarme. Revolví algo de ropa en el placard de la pieza y la encontré, enrollada entre una campera de invierno y la tanga roja que se había olvidado mi anteúltima ex novia. Regresé y até a los extraterrestres con la tanga. Después les di varias vueltas de soga. Mis manos se empaparon con la repugnante viscosidad de sus cuerpos. Me pareció que no respiraban, ¿estarían muertos? Me sequé las manos con un repasador. Abrí la heladera y no encontré nada que no estuviera podrido. Tomé otro poco de agua y me invadieron las ganas de mear. Cuando salí del baño, en el sillón no había más que la tanga, la soga y el vómito. Escuché ese balbuceo. Me pareció que estaban escondidos atrás del respaldo. Caminé en puntas de pie, rodeando la mesa. Podía sentir que estaban ahí, faltaban unos pasos. Mi corazón daba saltos como un conejo gordo y también yo salté hacia ellos. Me vieron venir. Alcancé a observar sus rápidas contorsiones tipo derrame cerebral y sus cuerpos se transformaron en un charco que se escurrió por abajo del sillón. Del asombro, olvidé poner las manos y aterricé con la cara. Resbalé un par de metros con la mandíbula y frené contra la pared. Cuando logré darme vuelta, estaban mirándome. Uno de ellos se escarbó el abdomen con su brazo del medio y sacó un aparato minúsculo y reluciente.
—Bilibili-bli-bli-zé —dijo con su voz aguda.
—Bilibili-bli-bli-zé —dijo el otro, con la voz más aguda.
Entonces el aparatito disparó un rayo láser azul y no recuerdo más nada.
Desperté sin dolor y sin resaca en el mismo lugar en que había caído. Los extraterrestres ya no estaban. Fui a la cocina, abrí la heladera y no encontré nada que no estuviera podrido. Se desmoronó la extraña ilusión de que los extraterrestres hubieran preparado la cena antes de irse. Tendría que ir al chino de la vuelta. Me serví un vaso con agua y regresé al living. En el respaldo del sillón me habían dejado una nota escrita con vómito que decía: “elejido”. Así, con jota. Elejido, ¿para qué?
Entonces descubrí que tenía más hambre que los participantes de cuestión de peso. Mi estómago se contorsionaba como una lombriz arrancada de su tierra de confort. Conté veintisiete pesos en la billetera. Me calcé las zapatillas, tomé el agua que quedaba en el vaso y me disponía a salir cuando golpearon la puerta.

viernes, 25 de noviembre de 2016

Los visitantes

Desperté de una siesta que duró más o menos un mes, sentado en una silla, con la cara sobre la mesa. Sentía una especie de resaca y no hizo falta mucho tiempo para comprender que el cuaderno babeado que usé como almohada era la novela que debía entregar la semana pasada. Serían unas treinta páginas escritas, pero el contenido estaba ilegible. La tinta se había corrido, chupado, absorbido. Creí recordar que el protagonista era un tipo que experimentaba alucinaciones al tomar agua. Tenía sed. Fui hasta la cocina, llené un vaso con agua de la canilla y lo tomé de un trago. Golpearon la puerta.
—¿Quién es? —grité.
Se oían cuchicheos inentendibles. Imaginé a unos matones que venían a cobrarme una deuda. Tomé aire, abrí la puerta de un tirón y sorprendí a dos bichos horribles que no podían ser de este planeta. Cada uno era un metro de viscosidad blanco verdosa, con tres brazos flexibles que salían de sus alargadas cabezas sin ojos.
—Bilibili-bli-bli-zá —dijo uno en registro de soprano.
—Bilibili-bli-bli-zá —dijo el otro, más agudo todavía.
Sus caras se contraían como si fuera a darles un derrame cerebral. Por lo menos no eran matones. Me hice a un costado para invitarlos a pasar y entraron, deslizándose como fantasmas. Les seguí el paso. Revisaron mi heladera. Se comieron un sándwich de milanesa con huevo que llevaba allí dos meses y bebieron de un saché de leche más viejo aún. Luego fueron al sillón a vomitar. El tapizado gris quedó cubierto de manchas amarillentas.
Los observé retorciéndose un rato. Me lamenté de que no fueran matones.

lunes, 3 de octubre de 2016

Sobre gustos

En la puerta del baño había un cartel que decía "deje este lugar como le gustaría encontrarlo". Cuando Juan terminó de mear, sacó de la mochila un póster de Los Ramones y lo pegó en la pared, arriba de los mingitorios. Después se lavó las manos, las puso bajo el secador de aire caliente, y salió.