El muerto, de
mala gana, le pidió que dejara de molestar. Pero él volvió a tocarle el hombro,
zamarreándolo un poco.
—Dale, Jesús,
despertáte.
—Bah —resolpló
Jesús. Dio media vuelta y se tapó la cabeza con la manta.
—Tenés que
resucitar, no la hagas más difícil.
El muerto llamado Jesús
ya no respondió. Arrodillado a su lado, el joven notó que ni siquiera respiraba
y la oscuridad del callejón no ayudaba en nada; apenas se distinguían las
siluetas. El murmullo de motores y ruedas en la avenida llegaba como en un sueño.
Algo parecido a un ratón del tamaño de un gato salió de entre unas bolsas de basura y se alejó
corriendo, pegado a la pared. Todo quedó inmóvil y en silencio. El joven,
temiendo lo peor, extendió una mano temblorosa hacia la manta.
—¡Bu! —gritó el
muerto, incorporándose de pronto.
—¡Hijo de una
gran p…!
—Pordiosera
será tu vieja —completó Jesús, con la voz reseca.
—Casi me matás
del susto... ¡No respirabas!
—Los muertos no
necesitan oxígeno —dijo. Se desperezó y se puso de pie. —¿Qué querés, pibe?
¿Para qué me llamaste?
—Está todo
escrito, tenemos una misión que cumplir.
—¿Una misión?
¿Escrita dónde?
—Me dijeron y
les creí. Salgamos de acá.
Como no tenía
nada mejor que hacer, Jesús lo siguió. Caminaron tras los pasos del ratón
hasta la avenida y doblaron a la derecha. El ratón ya no estaba. En la vereda
no había más que vagabundos durmiendo apilados. Contaron unos siete u ocho en
la primera cuadra. Por la calle pasaban autos, colectivos y motos que se
perdían por el otro lado, que eran siempre los mismos. Jesús tiritaba envuelto
en su manta, con la ropa apolillada y unas sandalias viejas. Expuesto a los
faros y a las luces de la calle tenía una palidez de estatua, disimulada por la
mugre y las cagadas de paloma.
—Muero de
hambre —dijo, deteniéndose en la esquina, y vio que el otro lo miraba raro.
—Tengo hambre, como cualquiera. Además me vendría bien un trago.
—Tengo hambre, como cualquiera. Además me vendría bien un trago.
El joven señaló
un McDonalds y cruzaron al trote, apurados por el semáforo y las motos que casi les afeitan las patas. Los detuvo un tipo
más ancho que la puerta, vestido de negro y con la cabeza rapada.
—Todo bien,
compa, él viene conmigo —dijo el muchacho. Al ver que el patovica fruncía todos
los músculos de la cara, agregó—: Traigo plata.
Primero se
tanteó los bolsillo del culo, después los de la campera y los laterales del
pantalón, y consiguió extraer un boleto arrugado de
subte, una pelusa y un chicle usado.
—Me robaron la
billetera —dijo.
Se alejaron
cabizbajos, pateando hojas secas.
—Sin plata no
sos nada —balbuceó Jesús.
—Voy a escribir
un libro sobre el existencialismo.
—¿Por qué no
escribís una crítica del capitalismo?
—Eso ya se hizo
y pasados los siglos ahí andan, igual que vos, entre la vida y la muerte.
Llegaron a una
plaza grande y desolada, rodeada por rejas que impedían el paso y la
privatizaban. Se sentaron en unos escalones estériles. Jesús estaba pensativo, como todos
los que tienen hambre.
—Quizá haga
falta un manifiesto nuevo, más moderno, que sacuda un poco las conciencias…
Al joven se le
iluminó la cara.
—¡Una biblia nueva, podría vender millones!
—Pero que sea
nihilista. Este mundo apesta y vendría bien un poco de tole tole. ¿Qué carajo
es eso? —dijo, mirando hacia arriba.
—Ah, una
iglesia. Dicen que ahí vive Dios…
—¿Es una especie de mito urbano?
—De veinte
siglos. Capaz podemos ligar comida. Ahí hablan de misericordia y amor al
prójimo.
Treparon una
reja alta y puntiaguda y en un minuto estuvieron adentro. En lo alto quedó
enganchado un pedazo de pantalón de Jesús, flameando como una sucia bandera de
la paz. Las puertas del templo estaban cerradas. Jesús halló una puerta lateral
que los condujo por un zaguán a algo parecido a una casa. Bajo la luz tenue de un velador
encontraron muebles y paredes llenas de cruces, cadenitas, rosarios y
portarretratos de un viejo gordo, morocho y feo.
—Busquemos el morfi —susurró Jesús.
—Me parece que
deberíamos anunciarnos —dijo el joven, y aplaudió.
A la tercera
palmada se escuchó un disparo que pasó zumbando junto al oído de Jesús e hizo
saltar el revoque de la pared. Ambos se tiraron de cabeza al piso, atrás de
unos sillones.
—Quietos o los
cago a balazos —gritó el tipo, apuntándolos—. ¿Quién mierda son ustedes y qué
hacen acá?
—Hermano —dijo
Jesús—, venimos desde muy lejos en busca de techo y comida. Mi nombre es José y
él es Pedro…
—Piter, me
dicen.
—La puerta
estaba abierta —siguió Jesús—. Rogamos misericordia y hospitalidad.
Hubo un eterno instante de silencio.
Hubo un eterno instante de silencio.
—Bueno —dijo por fin el
tipo—, pero primero se bañan.
Aceptaron. El
de la escopeta se presentó como el Padre Luis y su cara coincidía con la del viejo morocho de las fotos. Tenía la nariz como un morrón y una notable verruga con pelos abajo del labio. Los guió hasta el baño, abrió la
ducha y los encerró bajo llave. Regresó con toallas y batas para ambos. Despojado
de la costra de tierra y la dureza del pelo, Jesús parecía más rubio, más
occidental. Al salir encontraron en la mesa dos platos con guiso caliente.
Comieron y tomaron vino; más tarde, un café con grano de Colombia. El padre Luis, que había
conversado con ánimo acerca de su misión filantrópica y la compleja situación de la Iglesia en el
país, amenazada por las corrientes políticas subversivas y las hordas de infieles, sugirió que era hora de dormir e hizo seña de que lo siguieran. Se
adentraron en un largo pasillo.
—Buen tipo el
padre, ¿eh? —susurró Piter a Jesús, que asintió con la panza llena.
El cura se detuvo
en una puerta.
—Esta es tu
habitación —indicó a Piter.
Un velador
iluminaba la cama de una plaza con dos gruesas frazadas, la cruz de madera sobre el
respaldo, la ventana con la persiana baja. Piter se despidió y cerró la puerta.
El Padre Luis entró en la siguiente habitación. Desde afuera, Jesús lo vio
levantar un par de ropas del piso, hacerlas un bollo compacto y meterlas en un
cajón. Contra el fondo había una cama matrimonial y, sobre ella, colgaba una enorme cruz
de bronce opaco, con el Cristo clavado con finos detalles, como si le hubieran esculpido hasta el sufrimiento.
—Espero sepas
disculparme, no tengo más habitaciones —dijo el padre Luis acercándose a Jesús
y palmeándole el hombro—. Pero de todo corazón te comparto la mía. Te toca el
lado derecho.
Jesús pasó sin
decir nada y se acostó con la bata puesta. Se cubrió hasta el cuello con las
sábanas limpias y suaves -sensación que no recordaba haber tenido en su vida y
que lo sumió en un estado de relajación absoluta-. Se sentía bien predispuesto
para dormir unas quince o veinte horas. Con los ojos entrecerrados advirtió que
el padre Luis, tras encender una vela y apagar la luz del techo, se iba
quitando la ropa. Su silueta gorda y desnuda, en la penumbra, parecía la de un
oso que buscaba treparse a la cama. Las maderas crujieron un poco, resentidas con el peso de aquel cuerpo. Luego se impuso un silencio de iglesia, que era como un eco mudo, o como un pasaje suspendido. Y Jesús caminaba ya en cámara lenta por un pasillo de gente que estiraba sus brazos hacia él como queriendo tocarlo pero al mismo tiempo, y con sumo respeto, le abría el paso.
—Espero que te
haya gustado el guiso —pronunció a su lado una voz incoherente—. Lo cociné yo mismo.
Jesús asintió
confundido, buscando entre la gente al que le hablaba de un guiso.
—Debías tener
mucho hambre y el señor te trajo hasta acá —siguió la voz—. Estuve esperando visitas que nunca
llegaron, pero estaba escrito que vendrían ustedes.
Jesús elevó la vista sobre las montañas lejanas y entre las nubes, a ver si era la palabra de Dios. El padre Luis observó un pequeño movimiento en el labio de Jesús. Se acercó para oír su respiración y no lo logró. Tenía la quietud de un muerto.
Jesús elevó la vista sobre las montañas lejanas y entre las nubes, a ver si era la palabra de Dios. El padre Luis observó un pequeño movimiento en el labio de Jesús. Se acercó para oír su respiración y no lo logró. Tenía la quietud de un muerto.
—La soledad es
muy dura a veces —continuó el Padre Luis—. Es cierto que uno dedica su vida a Dios y Él
corresponde con su amor, pero hay una carencia aquí —se tocó el pecho—, en
el dar y recibir cotidiano.
El padre Luis
se acomodó de costado mirando a Jesús, que permanecía en la más absoluta
inmovilidad. Apoyando el codo en la almohada para mantener la cabeza erguida,
se inclinó un poco más hacia su huésped.
—Yo podría
darte refugio y alimento siempre que lo necesites —dijo—. Tengo mucho amor para
dar. Necesito liberarlo y recibir un poquito a cambio…
Jesús sintió
una cosquilla en la pierna. Se sacudió apenas, pero permaneció relajado. Entreabrió
un ojo y la silueta oscura del Padre Luis se elevaba sobre los picos montañosos que recortaban el horizonte. Volvió a sentir la cosa en el muslo, como si una
laucha se hubiera deslizado por debajo de la bata y lo escarbara como a un queso. La
respiración entrecortada del padre Luis se fue tornando una especie de ronquido
húmedo que iba desvirtuando el sueño de Jesús, donde la gente empezaba a trasmutar en formas animales y a correr sin rumbo alejándose de él, mientras la laucha continuaba
lentamente su ascenso, rozando cada centímetro de músculo, cada poro de la piel, cada pelo
encarnado, hasta detenerse por un instante en lo más alto del muslo, como agazapada sobre sus patas traseras juntando fuerzas para el salto final y entonces sí, finalmente, lo daba. Y la laucha aterrizó sus garras sobre los testículos,
envolviéndolos como para regalo.
Jesús se levantó de un salto y gritó aterrado al descubrirse en esa habitación extraña, a la luz de una vela.
Jesús se levantó de un salto y gritó aterrado al descubrirse en esa habitación extraña, a la luz de una vela.
—Así, tigre
—rugió el padre Luis—, bien despierto te quiero. ¿Me vas a dar amor?
—Sí —gritó
impulsivamente Jesús. Se puso de pie sobre la cama y retrocedió dos pasos. El
padre Luis se arrodilló. Sacó unas revistas de la mesa de luz y
las desparramó sobre la almohada.
—Mirá lo que
quieras —dijo—, pero me vas a castigar por mis pecados.
Puso las manos sobre el respaldo y apuntó con el culo a Jesús.
—¡Pegame!
Puso las manos sobre el respaldo y apuntó con el culo a Jesús.
—¡Pegame!
A la luz de la
vela, Jesús le dio un chirlo y el padre Luis se retorció, haciendo rechinar las maderas de la cama.
—¡Más fuerte!
Jesús le asestó tres o cuatro golpes más. El padre Luis saltaba y le daba cabezazos al respaldo de la cama, que se sacudía como un Citroen 3CV.
—¡Eso no es nada! ¡Dame más, tigre!
Jesús le asestó tres o cuatro golpes más. El padre Luis saltaba y le daba cabezazos al respaldo de la cama, que se sacudía como un Citroen 3CV.
—¡Eso no es nada! ¡Dame más, tigre!
Jesús midió la distancia y le pegó una patada en el medio del culo con todas sus fuerzas. El padre Luis entró en una especie de trance. Con los
ojos dados vuelta y un hilo de baba en la boca, empezó a temblar y a gritar obscenidades incomprensibles sobre historias bíblicas. Pronunciaba algo sobre la serpiente de Adán cuando Jesús descolgó la cruz de bronce y la descargó contra la cabeza del cura, que se desplomó en el acto. A Jesús le pareció ver una mancha roja extenderse sobre
la almohada, justo donde estaba apoyada la verruga, y algunas gotas salpicadas en la revista del conejito. Dejó caer la cruz, saltó
de la cama y salió de la habitación.
—¡Piter!
—gritó, golpeando su puerta—. ¡Despertáte, es urgente!
Piter destrabó
la puerta y se asomó en bata, con su mejor cara de dormido. Jesús lo agarró de
los hombros:
—Tenemos que
rajar de acá, creo que lo maté.
Piter
retrocedió tambaleante y se sentó en la cama. Restregándose los ojos dijo algo
acerca de la ropa y Jesús salió a buscarla. La encontró en el lavadero, en una bolsa negra de residuos, junto a otra bolsa que también olía a muerto. Regresó a la
carrera, dejó la ropa de Piter en el piso y se fue a la cocina con sus harapos. Mientras se vestía, abrió la heladera. En un taper verde, del tamaño de una
caja de zapatos, estaba la sobra de guiso. También juntó unos fiambres, un
queso fresco y dos botellas de vino. Metió todo en una bolsa de tela que
colgaba de una silla y se echó a esperar en el sillón.
Cuando apareció Piter, no preguntó nada. Salieron por donde habían entrado y saltaron la reja con el almuerzo del día siguiente al hombro. A la pasada, Jesús descolgó el pedazo de pantalón que había perdido y lo tiró en el cordón de la vereda; el viento lo fue arrastrando sin sentido hacia la calle.
Cuando apareció Piter, no preguntó nada. Salieron por donde habían entrado y saltaron la reja con el almuerzo del día siguiente al hombro. A la pasada, Jesús descolgó el pedazo de pantalón que había perdido y lo tiró en el cordón de la vereda; el viento lo fue arrastrando sin sentido hacia la calle.
…
—Che, tenés que
ver esto —dijo Piter a Jesús, con un diario en la mano, a la mañana siguiente.
—“Conmoción por la muerte del Padre Luis Gasparín. El barrio de Caballito se
congregará en su iglesia hoy por la tarde para despedir los restos…”, bla, bla,
bla. Y esta es la parte que nos interesa: “Si bien se esperan los resultados de
la autopsia, el religioso habría muerto en su cama, de causas naturales”.
—No ha pasado
nada.
—Ha pasado
mucho —dijo Piter—. ¿No sería esa nuestra misión?
—¿De qué misión
hablás? —dijo Jesús, algo molesto.
—Vayamos a la Iglesia a chusmear.
—Ni en pedo.
Por más que
intentó convencerlo durante el almuerzo y luego, mientras saboreaban un Malbec que
en su vida volverían a probar, Piter terminó yendo solo. A eso de las cinco de
la tarde una pequeña muchedumbre se agolpaba frente al templo. La avenida
estaba cortada por efectivos de la Policía Metropolitana.
Había móviles de televisión, cámaras, micrófonos y periodistas que se
encargaban de sostener todo ese circo. La mayoría de la gente (“pobre gente,
amiga de la ignorancia”, pensó), intentaba ingresar a la iglesia para saludar
al muerto.
Piter
comprendió por qué Jesús debía mantenerse lejos de ese entorno y vio entonces
–como una revelación- el comienzo del libro que escribiría algún día: “Los
oportunistas aguardan afuera, con sus caras de piedra y amuletos totémicos, con
las cadenitas de las libertades individuales y la maravillosa mano del mercado,
para venderlas a un público desanimado por la incesante pérdida e influenciado
por los publicistas de corbata”.